Sillas
Días en los que vivir parece una tabla
que apuntala una ciudad, y luego
querer tomar café. Qué clase de correcta
inarmonía duele al desechar los azucarillos.
Un mundo en los dedos y un mundo
más hondo y desgajado que no late
en la mirada de nadie. Momentos así
son todo alrededor de tantas sillas.
Me gustaría emborracharme pero son las diez
y calculo que dentro de ocho horas
estaré perdida. Come algo.
No, porque no tengo apetito. Deseo fumar
y hacer malabarismos con el instante
éste. ¿Sabes que no eres adorable?
Busco echarme en el suelo y tener libertad
para mojarme. Son cosas que comienzan
cuando apuntalas el mundo un lunes.
Si se está realmente quieta
notas el humo del tabaco
en el espejo y te ves irreal
para poder pasar el brazo
por encima de una imagen
que apuntala cinco años de vida.
¿Tienes grietas cuando sales a la calle?
Tres o cuatro. Y me empujas para no entrar
donde hasta las piedras sienten la lejanía.
Son bares en habitaciones,
pósters iluminados de artificiales ratos
que invitan a morirse de risa
ante una silla. La gente ofrece dicha
con la lengua pastosa, demanda roces
imperecederos apurando una copa,
son brechas de diminutas felicidades
enjuagadas en alcohol. Yo me río
porque me encuentro cobarde,
quiero aferrarme a algo, a una silla,
hacer una prueba de fuego sobre un taburete
dejándome llevar de la mirada
del personaje que pone los discos y me veo
extendida en una biblioteca irreal,
la sabiduría pide demasiado poco.
Es tan temprano. Te quiero acompañar
y derrumbar contigo el puente de la salvación
que nos lleva de esta casa a los vientos
y a las salidas de mar.
Tienes la voz de un gran amor
y una presencia de escondite
que enturbia planes, que sale de dudas
y entra en ciudades donde no hay un local
para abrazarte. Yo te veo en la 315
asomada hacia la calle para ver si llego.
Llega una bandeja con café sobre una silla
que apuntalo al borde de la cama.
Y después yo, que soy las aberturas,
el grifo goteando, el tic-tac, las voces
de la gente que chilla que se quiere morir
de una rabia hecha jirones.
Concha García
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